Ante de entrar de lleno en lo que nos convoca es importante abordar la estrecha relación existente entre currículo y poder, siendo posible adelantar, con base en los planteamientos de Bourdieu (1996) y Foucault (1976, 2001), que quien posee el poder selecciona el contenido acorde a sus intereses y por consiguiente tiene la potestad de desintegrar la cultura; lo que vuelve al contenido la fracción que se quiere preservar y al Currículo un instrumento portavoz del contenido, cuya finalidad es perpetuar un modo de ser en sociedad, aquel modo impuesto por la clase dominante.
Desde Bourdieu (1996) se puede señalar que la enseñanza -y por consiguiente el currículo- sirve de manera específica e insustituible a la reproducción de las relaciones de clase, más no busca entregar “desarrollo” a la persona, sino por el contrario, someterla a las directrices del grupo dominante, lo que naturalmente aseguraría el control como diría Beltrán: “en dos sentidos: a) respecto a su posición en los procesos y/ o productos y b) en su dominio por parte de quien busca asegurar con ello que sean definitivamente “sus” intereses los que se cumplan, identificándose con los de la institución o sistema” (Beltrán 2010, p: 49).
Los educandos –según Bourdieu (1996) -: son empapados con la cultura de quien ocupa una posición de poder en la estructura social con la finalidad de perpetuar su paradigma cultural. Los grupos de poder “a través de la denuncia de una legitimidad pedagógica, pretenden asegurarse el monopolio del modo de imposición legítima” (Bourdieu; Passeron, 1996, p. 57) valiéndose del Sistema Escolar para reproducir, inculcar, transmitir y legitimar una cultura arbitraria con la finalidad de conservar su posición dominante.
En Bourdieu (1996) el poder se ha valido del currículo implícito para transmitir aquellas dinámicas organizacionales que valida al interior de la escuela, y “la pedagogía implícita es indudablemente la más eficaz cuando se trata de transmitir saberes tradicionales, indiferenciados y totales (aprendizaje de los modales o de las habilidades manuales), en la medida en que exige del discípulo o del aprendiz la identificación con la persona total del «maestro»” (Bourdieu; Passeron, 1996, p. 88).
Foucault (1975), por su parte, plantea que quien tiene el poder puede incidir en las decisiones y comportamientos de otros, su definición de poder pone especial énfasis en el ejercicio. Este autor sugiere que el Poder es “una acción sobre las acciones de los otros [que] se ejerce más que se posee, no es el privilegio adquirido o conservado de la clase dominante, sino el efecto de un conjunto de posiciones estratégicas [y que] no se aplica pura y simplemente como una obligación o una prohibición, a quienes no lo tienen; los invade, pasa por ellos y a través de ellos” (Foucault, 1975, p. 35).
El concepto de “normalización” acuñado Foucault (2001) permite entender cómo se puede volver normal lo patológico si el contenido, por más falible que sea, se presenta como aceptable por una figura de poder. Este autor refiere que la simple oposición entre lo normal y patológico “entre el bien y el mal, lo permitido y prohibido, lo lícito e ilícito, lo criminal y no criminal” son construcciones sociales.
Muchas de las Construcciones Sociales presentes en la Historia de Chile evidencian cómo el contenido curricular ha sido seleccionado por distintos grupos de poder, dentro de los que destaca la Iglesia Católica, el Gobierno Militar y el Modelo Neoliberal; del mismo modo que aborda como éste se ha modificado cuando emergen y se consolidan nuevos agentes de poder que desean perpetuar su visión de mundo incorporando nuevos contenidos y/o suprimiendo aquellos que perturban su hegemonía.
Es así como, encontramos un primer ejemplo de esta estrecha relación entre el currículo y el poder en la llegada a esta tierra de la Iglesia Católica allá por el año 1540, con el discurso de evangelizar a los pueblos que encontrará a su paso y perpetuar el “poder” de la Corona Española. Sus enseñanzas se enmarcan dentro de un modelo pedagógico tradicional de enseñanza. Difundió la ideología eclesiástica dentro de un marco escolástico, donde se inculca la doctrina cristiana entre los indígenas, y se reforzaba entre españoles y mestizos. El proceso educativo era de orden catequística. Existían escasas escuelas mantenidas por algunos conventos, parroquias y cabildos, pero generalmente quienes asistían eran hijos de nobles, que eran educados con la intencionalidad de mantener vigente la cultura española en este territorio colonizado (Mancilla, 2005).
Durante este momento histórico una de las primeras variaciones en el currículo vio enfrentada la Corona Española a las enseñanzas de los sacerdotes de la Compañía de Jesús (Jesuitas) quien destacaron por una oferta educativa que escapaba a los lineamientos de la época, llegando a ser conocida en Europa como defensores de los aborígenes, de hecho, algunos de sus integrantes consideraban a “Los indígenas de Chile […] descendientes de un gran pueblo iluminado” (Molina, 1782 en Meier, 2011, p. 433), lo que sumado a una posición privilegiada en las rutas de comercio desencadenó su expulsión del territorio español el año 1767. “La expulsión significó para el Rey la pérdida de un buen aliado, para el pueblo significó una injusticia y para la economía nacional un factor de detención en su desarrollo” (Edwards, 1990, p. 231, en Meier,, 2001, p. 431).
El Absolutismo Español buscó por la vía de la ignorancia preservar la razón supeditada a la fe y al Rey por derecho divino, lejos de los primeros rudimentos de la ilustración, y “el gabinete de Madrid expedía muy frecuentemente órdenes para que se suprimieran escuelas, se quitasen cátedras y se desterrase en América toda clase de estudio útil” (Labarca, 1939, p. 367), pero los movimientos libertarios que nacían en la otra parte del mundo comienzan a influenciar en hombres y mujeres avecindados en la Capitanía General de Chile; y la idea de Independencia se hace cada vez más fuerte y con ello la reestructuración de una nueva sociedad cada vez más necesaria.
Un segundo ejemplo de esta estrecha relación entre el currículo y el poder viene de la mano de la revolución francesa y sus principios emancipadores de Justicia, Libertad e Igualdad sembraron en los independentistas y la naciente República una férrea necesidad de erradicar el analfabetismo. Cabe señalar que durante este período histórico una mínima parte de la población sabía leer y escribir, eran unos pocos los que participaban de las decisiones, y lo que perseguían los principios nacidos en la ilustración era depositar en los ciudadanos el poder de gobernarse. Hombres como Manuel de Salas, Bernardo O’Higgins, entre otros, señalaban que era el gobierno quien debía hacerse cargo de la Educación, y una de sus primeras acciones fue crear el Reglamento para Maestros de primeras Letras el año 1813 (Mancilla, 2005), donde imponían un sistema de financiamiento comunitario para brindar a los hijos de padres no pertenecientes a las clases privilegiadas la posibilidad de acceso a un sistema educacional público y gratuito (Junta de Gobierno, 1813).
El Reglamento para Maestros de primeras Letras destacaba que “Los niños de Chile serán enseñados por el pequeño Catecismo […], por el Compendio histórico de la Religión de Pinto; por los Catecismos de Fleuri y Pouget, y por el Compendio de la Historia de Chile de Molina” (Junta de Gobierno, 1813). Cabe señalar que el abate Molina fue uno de los Jesuitas expulsados del territorio español y con la independencia su obra fue piedra angular del currículo nacional.
El reglamento indicaba que se enseñaría a leer, escribir y contar, y exige como requisitos para quienes querían ejercer como profesores en el territorio de Chile ser católicos y patriotas (Junta de Gobierno, 1813). La Iglesia Católica continuaba ocupando una posición privilegiada en torno a la educación, colaboró con el gobierno e hizo suyo el propósito de ampliar la cobertura educacional (escasa en esos tiempos) a distintos sectores sociales.
Con la consolidación de la visión de país la necesidad latente de aumentar aún más la cobertura educacional primó por sobre la necesidad de mantener la iglesia Católica ligada al sistema educacional. Ambos grupos, Iglesia y Gobierno, comienzan a tomar líneas o perseguir intereses diferentes y distintas corrientes secularizadoras comienza a competir para ganar terreno como ordenadoras y formadoras de la sociedad.
Uno de los primeros intentos secularizadores aparece de la mano del Director Supremo Bernardo O’Higgins, quien se inclinó por emplear el método Lancasteriano de enseñanza mutua, consistente en que los alumnos más avanzados instruyan a sus pares menos aventajados, que era promocionado en Sudamérica por el protestante, educador y pastor Bautista (no Católico) James Thomson, quien, contratado por el Gobierno en 1822 crea cinco establecimientos educacionales. Proyecto que no perduró por la fuerte oposición Católica (Aedo, 2000).
Más tarde se crearía la Escuela Normal de Preceptores fundada en 1842 y la Escuela Normal de Preceptoras fundada en 1854, programas de formación docentes destinados a instruir en los contenidos y la moral que se debía transmitir a las nuevas generaciones según el Gobierno. La Ley de Instrucción Primaria promulgada en 1860 comprometió recursos del Estado para asegurar la gratuidad de la Educación Pública y el Reglamento para la escuela de preceptores incluyó en la malla Curricular asignaturas como Historia de América y en especial de Chile, Constitución Política de la República, Agricultura, Física y Química (Gobierno de Chile,1863, p. 18). Cátedras útiles para los fines del Gobierno y sus empeños económicos, que comenzaba a relegar la doctrina eclesiástica a un lugar complementario en la educación.
Más tarde, durante la últimas décadas del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX se ejecutaron acciones para fortalecer la educación, estas se concentraron en la formación docente y la dignificación de la profesión más que en la innovación del currículo nacional. Surgen movimientos sindicales como la Sociedad Nacional de Profesores (1909) y la Asociación General de Profesores (1922) orientados a legitimar el profesorado ante el estado, la comunidad educativa y la sociedad en general. En paralelo a lo anterior, durante el siglo XX emerge el modelo pedagógico Cognitivista de la mano de Jean Piaget quien recalca la importancia de que los contenidos sean acordes a la etapa de desarrollo intelectual de cada individuo, la formación docente para un adecuado trabajo del contenido e interacción con el estudiante, acciones que se comenzaron a visualizar en Chile con la creación de la Escuela de Preceptores lo que dice relación con la formación de maestros y la separación de alumnos por cursos y niveles.
Durante el Gobierno de la Unidad Popular emergen experiencias pedagógicas como el Proyecto Escuela Nacional Unificada (1970) cuyo objetivo era estructurar la educación de acuerdo a criterios igualitarios y equitativos mediante la integración y consolidación, en un único tipo de establecimiento. Este modelo educativo se orientaba hacia “un cambio revolucionario y la transformación de la sociedad, y la denuncia de la educación tradicional como reproductora de la sociedad capitalista” (Núñez, 1990, en Oliva, 2010, p. 320). El ideal educativo del presidente Salvador Allende era romper con la dinámica de clase presente en el país desde su conformación, donde la riqueza o pobreza del individuo determinaba la calidad de educación que le correspondía recibir, sin embargo esto no fue posible producto del acontecimiento histórico del 11 de septiembre de 1973.
Con la llegada al poder de la Junta Militar: “[…] se realiza la mayor reforma en la historia de la política educativa chilena” (Oliva en Moreno y Gamboa 2014, p. 53). Estos cambios educativos pueden ser descritos en dos periodos de tiempo. Entre 1973 y 1979 se produce una fuerte desarticulación de la estructura educativa; y entre 1980 y 1990 se fortalece la descentralización y la privatización del sistema educativo, modificaciones que encuentran su lógica en el sistema socio-económico (Corvalán, 2013) y que producen una re-significación de aquella convicción social que significaba a la educación como un derecho, más no un privilegio, por una cuasi convicción social donde la educación pasa a ser entendida como bien de mercado “…transformándola en una posibilidad de consumo individual, variable según el mérito y capacidad de los consumidores” (Gentilli, 1997, p. 60).
Según Castro (1977) y Corvalán (2013) el nuevo orden se implementó eliminando contenidos de los programas de que eran contrarias a la ideología dominante, un ejemplo de ello, fue en los contenidos de historia donde se eliminó el estudio del ciclo revolucionario proletario socialista (Castro, 1977). Durante este periodo se propusieron bases filosóficas y paradigmáticas de las teorías pedagógicas. Se elaboraron nuevos programas de estudio con una fuerte orientación nacionalista e individualista y una mayor rigidez pedagógica e ideológica. Se limitó la libertad de cátedra para dar paso a una pedagogía por objetivos que reproduce la sociedad de acuerdo a los lineamientos del Estado (Oliva, 2010), predominando una tendencia utilitarista (Sacristán, 1982) que apunta a formar trabajadores más que a potenciar el pensamiento crítico.
Se comienzan a marcar las diferencias: “…entre la educación pública y privada, entre los que tienen más y los que tienen menos, debido a que los planes y programas se transformaron en el mínimo obligatorio para las instituciones con más recursos, las privadas, y el “techo” para las más desfavorecidas, las públicas” ( Moreno y Gamboa, 2014, p. 56) y como guinda de la torta una de las últimas acciones implementadas por el gobierno militar fue aprobar de la Ley Orgánica Constitucional de la Enseñanza (LOCE), reafirmando los preceptos constitucionales de 1980. La LOCE “[…] constituye una muestra fehaciente del camino usado por la dictadura para perpetuar su arquitectura educativa neoliberal” (Oliva, 2010.p. 317). La educación se ve enfrentada al modelo neoliberal que pretende perpetuar un nuevo orden mundial a través del currículo, orden que sostienen las diferencias de clase y la idea de diferencia, de que las personas no tienen por qué ser iguales, presentando a la “meritocracia” como el camino al éxito.
El Chile Actual, durante los primeros años de la vida en democracia sirvieron para intensificar esta propuesta educativa, y tuvieron que pasaron casi 20 años hasta que en el 2009 se reemplaza por la Ley General de Educación (LGE) que enfatiza conceptos como calidad y equidad. Según Cox (2005) durante la última década del siglo XX el currículo escolar transita desde la pedagogía por objetivos hacia un modelo comprensivo de la enseñanza y el aprendizaje, y se crean “[…] programas integrales de intervención de cobertura universal para el mejoramiento de la calidad de los aprendizajes, y programas compensatorios focalizados en las escuelas y liceos de menores recursos para el mejoramiento de la equidad” (Cox, 2005, p. 17).
La primera década del siglo XXI presenta procesos de ajuste curricular a partir de modelos educativos nacidos en la comunidad Europea:[…] el conocido estudio y definiciones acerca de las competencias relevantes para el Siglo XXI de la OECD: Definition and Selection of Competencies (DeSeCo) (Rychen, D.S. and Salganik, L.H. 2003); el marco conceptual de las pruebas PISA (en las que Chile ha participado en 2000, 2006 y 2009)” (Cox, 2011, p. 7). Se observa que las principales modificaciones del currículo nacional se orientan a enseñar al alumno la “capacidad de abstracción, pensamiento sistémico, experimentación y aprender a aprender, comunicación y trabajo colaborativo, resolución de problemas, manejo de la incertidumbre y adaptación al cambio” (Cox, 2011, p. 6).
Es así como a partir de la Historia de Chile se ejemplifica como el contenido curricular ha sido seleccionado por distintos grupos de poder, dentro de los que destaca la Iglesia Católica presente desde antes del nacimiento de la nación en el territorio de Chile con su marcado modelo tradicional. Los efectos de la revolución francesa que marcaron el proceso independista buscaba dotar al pueblo de la capacidad de gobernarse a sí mismo -en lo que nos interesa- por vía de la educación, ideas concordantes con el Gobierno de la Unidad Popular y su proyecto de Escuela Nacional Unificada; desarticuladas durante el Gobierno Militar y resignificadas bajo el actual Modelo Neoliberal.
En síntesis, a partir de los planteamientos de Bourdieu (1996), Foucault (1975, 2001) y los distintos momentos históricos, se puedo observar cómo emergieron y se consolidaron en Chile ideologías que acorralaron a los alumnos en un paradigma, forzándolos a actuar de acuerdo a las directrices del grupo dominante, invitándolos a entender como normal lo impuesto, aceptando como propia la cultura que se le presenta ante sus ojos, por temor a ser concebido como anti sistémicos.
A partir de este repaso por la Historia de Chile se pudo apreciar como el contenido curricular ha sido seleccionado por distintos grupos de poder, dentro de los que destaca la Iglesia Católica presente desde antes del nacimiento de la nación en el territorio de Chile con su marcado modelo tradicional. Los efectos de la revolución francesa que marcaron el proceso independista buscaba dotar al pueblo de la capacidad de gobernarse a sí mismo -en lo que nos interesa- por vía de la educación, ideas concordantes con el Gobierno de la Unidad Popular y su proyecto de Escuela Nacional Unificada; desarticuladas durante el Gobierno Militar y resignificadas bajo el actual Modelo Neoliberal.
Queda en evidencia como distintos liderazgos han utilizado el currículo para preservar, seleccionar y entregar los contenidos que responden a la concepción ideológica que los gobierna, es decir, a la necesidad de mantener un orden establecido según los intereses del grupo dominante. El poder se ha hecho del Currículo para transmitir aquellas dinámicas organizacionales que “cree” validadas en las interacciones que se originan en los centros educativos y para excluir del sistema educacional aquellos contenidos que no desea perpetuar en la esfera social.